Vivir en una ciudad no siempre significa habitarla. La vida urbana se enriquece cuando los espacios no se reducen al perímetro de una propiedad, sino que se extienden a las calles, al saludo cotidiano entre vecinos, al olor del pan en la esquina o al sonido de la música en la plaza. En un mundo marcado por la prisa y el tránsito vehicular, caminar se convierte no solo en un medio de transporte, sino en una forma de pertenecer y reconectar con el entorno.
Caminar devuelve al cuerpo su propio ritmo. Permite mirar con atención los detalles del paisaje, identificar plantas, reconocer rostros y descubrir los pequeños rituales de la vida comunitaria. En ciudades con un legado histórico como San Miguel de Allende, la experiencia de recorrer a pie adquiere un valor cultural y afectivo aún mayor: caminar es sumergirse en la memoria viva del lugar.
Diversos estudios del MIT y Project for Public Spaces han demostrado que los entornos diseñados para el peatón incrementan la interacción social, mejoran la percepción de seguridad y contribuyen al bienestar emocional. Además, favorecen economías locales más dinámicas al incentivar el consumo de proximidad y reducen la dependencia del automóvil, con efectos positivos en la sostenibilidad urbana.
Sin embargo, durante décadas en América Latina predominó un modelo urbano que apostó por la dispersión: fraccionamientos cerrados, distancias extensas y calles sin banquetas. En este contexto, algunos desarrollos buscan revertir la tendencia y devolverle centralidad al peatón.
Un ejemplo es Artesanto, en San Miguel de Allende, un desarrollo que coloca la caminabilidad como principio rector. Ubicado en el corazón del centro histórico, permite a sus residentes acceder a pie a cafés, mercados, galerías y espacios culturales. El proyecto prioriza la circulación peatonal interna, libre de rejas o barreras, con un diseño pensado para fomentar la exploración tranquila y el encuentro cotidiano.
En Artesanto, la arquitectura no separa: acompaña y conecta. Diseñar para caminar es diseñar para encontrarse, para hacer del trayecto una parte esencial de la experiencia urbana. Aquí, el verdadero lujo no radica en el automóvil, sino en la posibilidad de llegar a todo caminando, reconociendo cada día los rostros familiares del barrio.
Habitar un espacio pensado para peatones es también habitar el tiempo y la memoria de una ciudad. En San Miguel, caminar no es solo un desplazamiento: es un acto de arraigo.
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