Cada año se forman, en promedio, cerca de 12 ciclones tropicales en el Atlántico y a todos se le pone un nombre que va de la A a la W, siempre alternando uno masculino con otro femenino. La idea detrás de dicho método es que, al haber 21 caracteres en el alfabeto (no se consideran la Q, U, X, Y y Z, por ser difíciles de asignar) y sólo una docena de meteoros al año, la lista de apelativos debería bastar y sobrar.
Sin embargo, en 2005 se registraron 27 y las autoridades del clima, al quedarse sin grafías latinas, recurrieron a letras griegas para bautizar a los restantes (les pusieron Alpha, Beta, Gamma, Delta, Épsilon y Zeta), algo sin precedente en la historia reciente, o al menos hasta ahora.
“Y es que, sin contar la pandemia, este 2020 parece empeñarse en ser de lo más inusual” señala Martín Jiménez Espinosa, subdirector de Riesgos por Fenómenos Hidrometeorológicos del Cenapred, en alusión a los 28 ciclones ya registrados en el océano Atlántico, conteo que ya obligó a la Organización Meteorológica Mundial (OMM) a emplear la letra Eta y del que no se puede decir que ya llegó a su final, pues la cifra aún se podría abultar. “Este año superaremos muchos récords”.
A decir del experto, vivimos tiempos que se salen de la norma y no sólo en lo electoral o en lo sanitario, pues jamás una tormenta tropical con nombre griego había golpeado a los Estados Unidos y ahora, en pocas semanas, ya lo hicieron Beta, Delta y Zeta. Tampoco se habían visto tantos ciclones simultáneos en el Atlántico, o no en los últimos 40 años.
¿Y quién está detrás de ello? Para el doctor Jiménez lo más factible es que sea el hombre y el gran volumen de gases de efecto invernadero que arroja a la atmósfera, como si ésta fuera su basurero.
“Los ciclones tropicales sirven para equilibrar energías en el planeta y el calentamiento global está alterando dichos balances. En ese aspecto, esta actividad inusual en los huracanes es ya objeto de estudio para los científicos, quienes buscan determinar si todo esto es efecto de la gran concentración de calor que empieza a detectarse en los océanos”.
Por lo pronto, una de las evidencias más palpables de una anomalía es que aunque la temporada de ciclones 2020 empezó el primero de junio (y concluirá el 30 de noviembre), ya desde el 15 de septiembre la OMM advertía que las tormentas en el Atlántico habían sido tantas que, a mitad del camino se les había agotado el listado regular de nombres, por lo que echarían mano de letras griegas, tal y como en 2005.
“Muy rápido nos dimos cuenta de que esta temporada no sería como las demás y existe el riesgo de que, de no ponerle freno al cambio climático, esto que hoy nos parece inusual sea cada vez más frecuente”.
¿Qué hay en un nombre?
Hace más de cuatro siglos William Shakespeare se preguntaba ¿qué hay en un nombre?, planteamiento que al profesor Martín Jiménez inevitablemente lo remite a Clement L. Wragge, aquel australiano del siglo XIX que ostenta el extraño honor de ser el primero en haber nombrado de a los ciclones tropicales, aunque él les ponía el nombre de aquellos políticos que, a su ver, eran los más viles y desagradables.
“Me gusta esta historia porque nos muestra como incluso en algo tan aparentemente frío y aséptico como la meteorología a veces se cuelan pasiones muy humanas, como el sentir simpatía o repulsa por alguien”.
Y esto que bien pudo haber quedado en el anecdotario o como dato de almanaque, añade el especialista, no pasó inadvertido para la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, que adoptó el método durante la Segunda Guerra Mundial, pero usando nombres de mujeres, modalidad tan criticada por sexista que, en los 70 y por acuerdo de la OMM, se dispuso que en lo sucesivo se alternarían un nombre masculino y otro femenino.
“México pertenece a la región número 4 de huracanes, que comprende Norteamérica, Centroamérica y el mar Caribe, y nuestros ciclones son bautizados bajo la lógica anterior, aunque los nombres elegidos para la zona deben ser fácilmente reconocibles en las lenguas locales (es decir, español, inglés y francés) y, por lo mismo nunca nos toparemos con una tormenta llamada Heinrich o Hans por estos lugares”.
Además, acota, nada se asigna al azar pues existen seis listas, una para cada año, con los nombres que se asignarán a las tormentas tropicales durante el próximo sexenio y, cuando este ciclo se cierra, los listados se aplican otra vez en una rotación que se repetiría ad infinitum y sin modificación alguna de no ser porque, de vez en cuando, aparecen huracanes tan letal que su apelativo se elimina en señal de respeto a los muertos y para evitarle recuerdos dolorosos a quienes sobrevivieron.
“Como decía antes, aunque pueda parecernos fría, la meteorología tiene maneras peculiares de mostrarnos su lado más humano”.
El recuento de los daños
El profesor Martín Jiménez ha dedicado su vida a estudiar los ciclones y, pese a ser fenómenos que le apasionan, reconoce que pueden ser muy destructivos. Por lo mismo, insta a los mexicanos a estar no sólo acostumbrados, sino preparados para lidiar con ellos, en especial porque, a diferencia de otros países, el nuestro tiene dos cuencas que funcionan como semilleros de tormentas y huracanes: el Pacífico y el Atlántico, por lo que, en promedio, cada año nos impactarán cinco o seis de estos meteoros y el golpe nos puede venir desde ambos flancos.
¿Pero cómo es que nos infligen daño? A partir de una serie de causas y consecuencias que, al operar de forma eslabonada y al ir aumentando de intensidad (una depresión tropical puede convertirse en tormenta tropical y luego en huracán al ir ganando fuerza), desencadenan un efecto dominó que puede volverse una amenaza muy seria para los asentamientos costeros, refiere el experto.
La primera consecuencia de los ciclones es el viento, que por sí solo puede afectar a aeronaves y derribar árboles, pero